Ayer estaba tomando una cerveza con un amigo en un bar pegajoso de música igualmente pegajosa, de música muy alta.
El interior del bar estaba prácticamente vacío: hacía buen tiempo y los grupos de gente se emborrachaban en la terraza. Tanto mejor, así podemos hablar con calma.
Algunos temas: Fernando Vallejo, los talleres de teatro, mudanzas, te invito a la siguiente, no, te invito yo, en serio, no quiero más.
Junto a nuestra mesa se sentó una chica rara a leer un libro de aforismos en alemán. Tenía los ojos pintados con rayas que parecían puñales y a pesar de su apariencia dura su cara era dulce. Mi amigo y yo comentamos algo en voz baja, nos la quedamos mirando con impertinencia unos instantes y seguimos nuestra conversación, conscientes de que nunca íbamos a interactuar con esa chica que sólo quería leer un rato, tranquila.
Se terminó su cerveza, cerró el libro, lo guardó en el bolso, se levantó y se fue a su casa.
Mi amigo y yo pedimos una ronda más. También nos fuimos a casa.
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